No te vayas a dormir, que te va a dejar la guagua y quedarte a pie en Río Piedras, no es ningún mamey, mi pana. -Orquesta El Macabeo, “Swing”
Siempre será más fácil pensar que los quedaos son los demás. Redactar estas oraciones no me exime de haber estado allí, de ser en ciertas circunstancias y ante algunos temas un quedao. Ocasiones habrán para detenerse encandilado ante lo que se ama y se goza. Cegado por la luz nocturna del cazador, un juey en medio del camino detiene, fatídico, su huida. Ahí queda.
¿Quién no reconoce ese estado de quietud, ese asentarse en lo rezagado? ¿Quién niega algún embeleso mezclado, por momentos, con cerrazón o estupidez? ¿Quién no se ha sabido dejado atrás? Quien no haya cedido nunca a un saberse inmóvil, instalado sobre un estado perceptivo, no estará preparado para lidiar con los efectos políticos o históricos de la queda(era). Siempre que se la contemple como una situación pasada, como un escenario unívoco, como una circunstancia que, además, sólo padecen, en este caso los “demás” puertorriqueños, (no es una excepcionalidad nuestra) o que cuando admitamos su ocasión se la adjudiquemos a un “vivía un trance”, “era joven” o “ya estoy viejo”, se nos escapará la particularidad de este fenómeno cultural.
En Puerto Rico, los sentidos de la queda(era) son inseparables de la metáfora del viaje. La queda(era) es impensable fuera de algún relato del tiempo que la constituye como una denegación del movimiento. Es una relación subjetiva con los traslados. Entendido ya sea como lógica metafórica, discurso o como habilidad corporal básica (imaginaria o narcótica), el viaje como potencialidad es el eclipse perceptivo donde la queda(era) muestra el cuerpo. La relación del que se queda es simultáneamente una relación con su espacio y con su contemporaneidad.
Detenidos en la repetición de un modo o un hábito, hechizadas por la repetición de algo que ya no transita, muchos quedaos pasan, contrariadamente, de un no haberse subido a la máquina de su presente, a una defensa severa de la inercia. Un momento, ¿cómo pasa quien siempre insiste en quedarse?
Pensarla entonces en su cercanía, no como algo rebasado por una consciente “superación” y desde ahí enfrentar al quedao de turno –por la vía del electroshock- con alguna pregunta metafísica: ¿Por qué lo haces? ¿Pero, no te das cuenta de lo que dices? Ni la condena irrevocable, ni la idealización erudita, ni la neutralidad moral dan mucho para lidiar con la complejidad burda de una experiencia productiva por ser, con todo rigor, una experiencia negativa: una experiencia del no y de la negación.
Dicho esto, abrirse a la posibilidad de hacerse otro, de intentar otra palabra en la contemporaneidad me parece un evento tan singular como enigmático. Así, arrimo otras preguntas para empezar a no bregar con cierta queda(era). Lejos de la vieja usanza del petardismo puertorriqueño pregúntese: ¿Cómo arribar a ese estado perceptivo donde se palpa cierto emplastamiento de la vida? ¿Cómo escuchar el ruido de la nada cotidiana, con el cual la queda(era) deviene imperceptible? ¿Cómo distinguir ese saberse un poco más allá o más acá del tempo de las cosas, de no encajar en ninguna temporalidad que no sea la misma de siempre?
El quedao no piensa que su ineptitud táctica o temporal, sea subjetiva, menos que su historia personal remeda la de un preso fascinado con la extraordinaria tropicalidad de sus barrotes. También no hay que complicarse mucho: la relación entre queda(era), creencia, hipocresía y miedo es intensísima. El cinismo vulgar guisa con la queda(era).
Avanza mijo que te quedas. Chacho te vas a quedar pegao en un viaje de esos. Mira para allá otro quedao. Quien se queda, sospecha que su varamiento pone en peligro el disfrute de un tiempo al que ya no llegará. La ansiedad puede delatarla. En otro registro, quien redunda en su queda(era) supone, a través de sus actos de mismidad, la posibilidad de que otra realidad se esconda tras sus invariables manías de identidad. La queda(era) puede ser la idealización intransigente de una circunstancia que ha muerto, que tal vez nunca existió y apenas centellea fugaz en alguna fantasía.
La queda(era) será, entonces, una escena política una vez se paladeen los motivos comunales que entumecen la capacidad de decisión y cambio de un sujeto. Devendrá zona de conflicto una vez se trabaje, sin cortapisas, con la teoría del lenguaje y de la cultura que la sostiene. La “incomprensión” del quedao en el imaginario de algunos, lo insoportable (por predecibles) de sus repeticiones, como la incomodidad, el juicio o la risa que provocan sus costumbres son síntomas de una condición colectiva donde estamos implicados.
En la arena política, la queda(era) es un contrincante formidable por su consistencia y por la incuestionable bondad de sus fines. Es también un modo de eternizar una cotidianidad, de inmovilizar una palabra, un acto. Toda queda(era) es la versión secular de alguna fantasía de eternidad. La queda(era) garantiza, cual dispositivo religioso, que nada pase excepto aquello idéntico a mi verdad trascendental.
De manera defensiva, el quedao repite sus dogmas o tics ideológicos (inclusive remozados de citas) ante el black hole de la materialidad básica que lo rodea y lo constituye. La queda(era) es una poderosa retórica metafísica que desea tachar lo real mediante el recurso de la ficción. Pero también esta retórica, de algún modo, niega la ficcionalidad de su razón de ser mientras escamotea el babote pre-simbólico que palpita todavía en nuestro presente.
Se le da el camuflaje, rebosa en el manglar, Narciso la adora.
Ocurre a diario a través de actos banales, incluso demasiado auténticos, inconsecuentes: esa es la salsa de la queda(era). La queda(era) es una relación simbólica con el tiempo de los actos, una performance para no saber que no se sabe (o que estamos constituidos por alguna experiencia violenta que no debe ser cuestionada ni llamada como tal).
En dirección contraria, la queda(era) es condición hegemónica que agiliza el creer que se sabe que somos excepcionalmente únicos y que hacerlo de otra manera o mejor simplemente se consuma con decirlo. En la queda(era) habita un “no saber”, “un no querer saber” necesario, incluso, para sentirse a la “altura de los tiempos” y poder respirar cobijados por algún consenso o por alguna imagen de sí.
El quedao despliega un saber averiado con su pericia para el escamoteo de lo novedoso. En su sempiterna brega intransitiva, la avería quedá es productiva, engrasa el policying discursivo boricua. Me pregunta un interlocutor izquierdoso -e igualmente quedao- con su lengua achacosa, ¿por qué los quedaos no se hacen la autocrítica? Ay bendito. Porque negar los hábitos de la queda(era) sería afirmar que hay otro enunciado “primordial” posible, algo así como una plataforma concreta, verdadera in extremis, donde podríamos cuestionar la manufactura de nuestra verdad. Hacer esto supondría reconocer, asimismo, que la queda(era) es un artefacto más, que nuestra ficción es una ficción como tantas otras, como esas ficciones donde resguardan sus actos de fe (errados) los demás.
La queda(era) ha palpado el vacío que sus relatos de eternidad desean colmar. La lengua del quedao maneja una poética verosímil propensa al elogio de alguna dudosa originalidad donde, por ejemplo, los actos del lenguaje se corresponden con las cosas: Esa es la que hay, no hay de otra. Tú puedes, adelante compatriota. Estamos bendecidos. Pues aquí, en la brega. Eso siempre ha sido así. Pero esta correspondencia no existe. Solamente aparece en el enunciado que ansía borrar esa cesura donde la confrontación entre las palabras y las cosas exhibe la falla oceánica que las separa y las hace posible. El Morro frente a la falla del Caribe comes to mind. La mediocridad arma allí tremendo quiosquito.
Se trata de una fantasía fundacional para un “yo” cultural que niega la condición material real de su presente político, pues pretende, hasta el delirio, evitar esta hendidura para levantar sobre ella un mundo y un nosotros donde comencemos de una vez y por siempre a ser siempre maravillosos, únicos e irrepetibles. La histeria quedá o la preocupación ante la queda(era) son, a pesar de su aparente condición enemiga, el registro de esa otredad muda que pulsa en la sociabilidad puertorriqueña.
El quedao es el dispositivo que custodia el perímetro de lo que reconocemos como “familiar” de nuestra cultura política. Las genuflexiones retóricas de lo familiar, la obligada moralización de toda queda(era) consensual, registran a contrapelo el pálpito temible de la materialidad indiferente y violenta con la cual se nos hizo el cuerpo en el Caribe, sobre la que se nos hizo cuerpo histórico el Caribe.
Inquieta, pero igual se desestima la queda(era) por la cercanía afectiva de sus personajes, por la intimidad de sus escenarios, por la extensión de su patrimonio. Quedará también lo que reste de algo, el resto dejado atrás. Otro mojón, otra señal que fije linderos, otro trazo quedao para los límites de la potencialidad puertorriqueña.